jueves, 2 de febrero de 2012

El y ella, odio y amor


Él se levantó temprano para ir al baño, mientras ella aún dormía. De regreso, ella se despertó y lo miró con ojos de «qué haces despierto tan temprano» pero sin hablar. Él entendió y dijo: «Me sentía mal». Eran ya las siete de la mañana. Los dos se levantaron de la cama sin mirarse y se apuraron a vestir. Ella se fue a hacer el desayuno mientras él se sentaba en su silla afuera de la casa para leer el periódico mientras veía pasar a la gente que vivía por ese vecindario.


Siempre había quien lo saludara, ya que la mayoría sabía quién era y él, siempre contestaba el saludo.


Ella lo llamó a comer con un grito que a lo lejos, él alcanzó a escuchar. Los años le pasaban factura por su cuerpo al poder ver que ya le costaba caminar. Eso era todo un fastidio y toda una molestia por haber sido en un entonces, una persona muy activa y atlética. Aún así, con el dolor que sentía cada vez que se movía se levantó de la silla y caminó lento hasta el comedor donde lo esperaba su comida con la compañía de ella. En la mesa estaban servidos frijoles, pan, mantequilla, queso y plátanos. Ella comía pan y queso, porque decía «no querer perder su figura» mientras él comía lo que había más pan con mantequilla y a sus frijoles le gustaba ponerle aceite de oliva.
Comieron sin hablar y sin mirarse.

Eran las 4 de la tarde y él tenía hambre. Siempre tenía hambre y parecía no saciar nunca su paladar.
Ella estaba rezando su libro de «quince minutos» en la sala mientras que él estaba sentado afuera de la casa pensando en qué le gustaría comer. Él siempre estaba pensando y no hablaba mucho, a menos que alguien le preguntara diría algo; de lo contrario, no hablaría.
Ella era igual. Pero a los dos les gustaba hablar sobre sí mismos y contar sus anécdotas, sólo que no entre ellos. Entre ellos, no había ni una palabra de comunicación a menos que fueran las de comer y las cosas que se debían hacer en la casa. Nada más.

Eran pocas las conversaciones que tenían, eran pocas las miradas que se dirigían, eran pocas las risas que compartían, era poco el tiempo compartido. Los dos sabían que se querían y que se amaban. Mucho. Aunque no lo pareciera a veces, aunque no se lo dijeran lo sabían.
Tuvieron sus fallas en el pasado pero siempre se perdonaban. Se amaban, sin duda. Pero no les gustaba demostrarlo.
 

 

                                                             *                         *                       *
                                                       


Cenaron lo que podían cenar. Aún así, él seguía pensando en comida y pensaba en lo que le gustaría desayunar. Ella estaba rezando. Los dos en el corredor de esa solitaria casa donde existía eco de su comunicación, él estaba viendo pasar a la gente la cual a veces, los saludaban y ellos ni sabían o ni se acordaban de quienes eran gracias a que la memoria les fallaba al tratar de recordar. Sin saberlo, ellos siempre saludaban a quien los saludaba con un tono de voz ausente a falta de ánimos en su cuerpo y alma. Les hacía falta alegría.

Hacía un poco de viento y decidieron irse a la cama. Dormían en camas separadas pero en el mismo cuarto. La vejez, los dolores del cuerpo y las enfermedades fueron una vez visitantes en el paso de los años, respuesta a dormir de esa forma.
Nunca quisieron dormir solos y mejor optaron por estar separados pero dormir juntos.

Él se quedaba viendo al techo en las noches al acostarse en su fría cama mientras ella rezaba a la Virgen. Podían pasar de esa manera todas las noches: en silencio, escuchando el sonido de la respiración del otro en el mismo dormitorio sin decirse jamás un «te amo».
Lo más que se decían era un «buenas noches», con pronunciación a compromiso y hasta con un sabor algo rancio pero con pizcas de cariño.

Parte de su soledad eran sus hijos, ya todos adultos y con sus propias familias que se olvidaban de visitarlos y algunos hasta se olvidaron que existían.

Todos los días era la misma rutina: despertar, cambiarse, desayunar. ver pasar gente, almorzar, ver pasar gente, cenar, ver pasar gente, irse a la cama y dormir. Todos los días, misma rutina, sin cambios, sin palabras... Sin emociones y se podría decir, que hasta sin ganas de vivir. En los ojos de los dos, se podían ver lo infelices que estaban y lo tristes que eran. Habían llegado a un punto de desesperación que causaba que se detestaran por vivir de esa manera. Ya no podían hacer nada y ya no querían hacer nada.

Lo único que les hacía feliz y que les devolvía esperanzas, ganas de vivir eran sus bisnietos. Esperaban con muchas ansias la llegada de éstos. Ellos los hacían sentir especiales, queridos, importantes, héroes y sobre todo, amados. Se les llenaba tanto la mirada y el corazón que cambiaban sus caras largas y tristes, por caras alegres y sonrientes. Eran felices, verdaderamente felices cuando los veían.

Y, cuando la visita de ellos terminaba, sus ojos regresaban de nuevo a perder brillo, volvían a ser traslúcidos y llenos de melancolía mezclada con tristeza.
Se componían diciendose «ya regresarán» para sentirse bien. Les funcionaba.

Así pasó el tiempo y envejecieron más. Su historia de amor era conocida únicamente por sus hijos y ellos se la contaban a los suyos. No era muy usual que él o ella contaran como se habían conocido o cómo se habían enamorado, omitían esa parte de sus vidas. No les gustaba hablar de ellos como pareja y lo que siempre decían era «nos conocimos, nos hablamos y nos enamoramos. Ella era muy linda y él muy guapo». Sólo eso.
Sus hijos contaban la historia con detalles que ellos les agregaban para hacerla romántica, cosa que a él y a ella no les molestaba.





                                                              *                         *                       *


Tanto habían vivido juntos que hasta sabían lo que pensaban. Tanto habían vivido juntos que hasta se dejaban de hablar. Tanto habían vivido juntos que les aburría. Tanto se conocían que sabían cómo insultarse. Tanto se amaban que hasta se odiaban. Los dos sabían que se conocían más de lo que debían.

El odio había llegado a su corazón y lo aceptaban públicamente. Enfrente de sus hijos, nietos y bisnietos. Los dos concordaban en odiarse y se lo decían frente a frente con dolor que les salía del alma. Lo decían con lágrimas y gritos, lo repetían con despecho y rencor. Les dolía el corazón por odiarse tanto. Se odiaban porque se amaban, demasiado. Y lo sabían. Lo sabían muy bien, perfectamente sabían que se amaban.

Sólo él y ella podían amarse y odiarse al mismo tiempo.
Lo desarrollaban tan espléndidamente que sólo ellos podían lograrlo.

Les gustaba cantarse una canción, cuya letra era así:

Volver es empezar a tormentarnos,
a querernos para odiarnos
sin principio ni final
Nos hemos hecho tanto, tanto daño
que amar entre nosotros es martirio

Cariño como el nuestro es un castigo
Que se lleva en el alma hasta la muerte
Y mi suerte, necesita de tu suerte
y tú me necesitas mucho más

Por eso, no habrá nunca despedidas
ni paz habrá que consolarnos
Y el paso del dolor ha de encontrarnos
de rodillas en la vida
frente a frente y nada más



Su amor era tan grande que tenían que amar para odiarse y tan crudo pero dulce, muy en el fondo.

Su amor era amor. Amor que dura hasta la muerte, amor que soporta todo, amor que no cabe en cuerpo ni corazón, amor que se convierte en odio, amor que lo entrega todo, amor... Verdadero amor.

Amor como éste lo conocí una vez.
Amor como éste, pocos.

Él y ella tan diferentes, pero tan complementarios. Él y ella, par de locos enamorados que decían ser el amor de la vida del otro. Decían que no es amor, si no se odia; a lo cual yo respondo que se amaban, mucho, muchísimo. Más de lo que debían, más de lo que podían, más de lo que decían.

Eran una historia de amor.